jueves, 20 de marzo de 2008

El mundo cambió en siete días IV


Ahora puedes ver un espectáculo excepcional, conoces la canción y el olor del mar en el que hundes los pies sin miedo. La luz chirría al filtrarse en el agua hasta el fondo arenoso, inerte bajo el movimiento de las olas.



Pasamos esta tarde en la playa y al mirarte no puedo evitar pensar que somos la proyección de una película estúpida pero viva, sin nobleza, severidad o trascendencia…
Yo hablé una vez con fantasmas mientras entre los dedos de tus pies se escurría tierra oscura, no arena. Hablaba con fantasmas blancos que se desintegraban y volvían a corporalizar en la niebla, entre los pinos.
Ahora puedes ver aquel espectáculo excepcional desde tu imaginario, con los pies hundidos entre la arena y las olas, dentro de esta proyección proyectarás estos recuerdos que no son tuyos por el momento, pero tiempo al tiempo.
Te lo contaré rápidamente, pero antes debemos pensar que harás con ello una vez que lo hayas visto desde dentro. Podrías quedarte con el recuerdo, o quizás prefieras desecharlo, en cualquier caso yo ya te he prometido un espectáculo y así, el lazo entre aquel día y esta extraña proyección de la realidad de hoy es ya un lazo que no podremos deshacer. Estos dos momentos clave por motivos muy distintos se han fusionado de tal manera que soy incapaz de establecer cuál de ellos es el cuarto día de la historia general que pretenden contar.
Estábamos aquí para hablar de un cuarto movimiento y yo he mezclado dos hasta convertirlos en uno disociado en una multitud.

En fin, centrémonos pequeña. Era media mañana cuando salí de la cama porque un escalofrío me recorrió entero de los pies a la cabeza. La casa estaba en absoluto silencio, tu madre no estaba y tú jugabas fuera con la tierra entre todos los dedos de tu cuerpo, los de los pies y los de las manos. Supongo que aquel vestido blanco sería tu camisón, lo habías manchado también con la tierra oscura, pero al no estar la tierra demasiado húmeda, ninguno de los temimos graves altercados con tu madre a su regreso.
Toda la luz que el cielo permitía llegaba un tanto asfixiada hasta la casa, los árboles y nosotros. Era una mañana de niebla y silencio, contigo sobre la tierra. Tu no la recordarás porque en lo que a ti respecta, el día no reparó nada distinto al resto del verano, no, aquel día no podía tener para ti la curiosa atmósfera de este. Hoy parece que sólo existiéramos como refracciones de la luz sobre una pared blanca, aquel día solo debió quedar como una mañana de verano fría para ti.
Yo no tenía hambre, así que te dejé tranquila donde estabas y salí a dar un pequeño paseo sin alejarme demasiado, fui directamente hacia los árboles que se reúnen al otro lado del camino, fui sin pensar pequeña, como por instinto, como si fuera un animal de olfato preciso que sigue una pista clara. Entonces llegué al primer árbol, el que está un poco separado de los demás, y allí encontré algo extraordinario que empapaba una de sus ramas, encontré la sangre de un fantasma. ¡Lo se, lo se! Yo tampoco había odio antes decir que los fantasmas tuvieran sangre, ni muchísimo menos la había visto, pero al verla supe con claridad lo que era; era una sustancia plateada y pegajosa, no me atrevía a tocarla con los dedos, así que partí otra rama del árbol y estudié detenidamente tan extraña cosa.

Al tocarlo con la rama comprendí otra cosa, a cada momento parecía como si un dormido instinto despertase en mi para hacerme comprender el sentido más primario de cada objeto y ser, de cada hecho con los que tropezaba en el nuevo paso. Comprendí pequeña, que aquella sangre era reciente y que un fantasma tan brutalmente herido no podría haber llegado lejos. Estaba cerca y no estaba solo, yo lo sabía y seguí caminando, adentrándome en el bosque para verlo. La brisa era muy suave, casi imperceptible, la niebla espesa se movía con ella acariciándome y envolviéndome a medida que avanzaba. Llegué a un punto donde la luz solar casi parecía lunar, juraría que durante esos minutos el día se hizo noche sólo para los fantasmas y para mi. Ellos comenzaron a aparecer aprovechando la niebla y la breve corriente de aire para dibujarse ante mi, surgían como los caballos o los dragones aparecen en las nubles blancas.
Surgían y me miraban con desconfianza para volver a desaparecer, hasta que por fin quisieron confiar en mí lo suficiente como para mostrarme al herido. El fantasma herido me miró con profunda tristeza, aquella bestia era todo mirada y en la mirada nada más que pesar y lágrimas de sangre plateada.
En su mirada descubrí mi último instinto dormido y comprendí lo que sus silencios tan expresivos trataban de comunicarme. Eras tu pequeña, fuiste tu la que hirió al fantasma, ellos no pueden morir pero si sufrir. Intenté devolverle la confianza que había depositado en mí con una mirada gemela, intenté darle consuelo desde mis ojos y prometí que nos marcharíamos pronto.
Ellos no volvieron a acercarse a la casa y yo la quemé el día que terminamos nuestro veraneo. Debo pedirte perdón por ello, significó construirte un futuro sin raíces y tal vez quemar aquella casa fue la causa de que hoy estemos aquí pero, lo hice lo mejor que supe, tendrás que saber disculparme.
Decide pequeña, decide si quieres guardar el recuerdo, si te puede ayudar… y dónde ha quedado el cuarto día, en aquella casa quemada o en esta playa luminosa

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