sábado, 6 de junio de 2009

ejercicio 8

Richard le había prometido que no tardarían demasiado, pero en cuanto entró en el estudio y vió las botellas de vino blanco dispuestas, comprendió que la cosa iba para largo. Empezó por elegir el vestuario más adecuado, habían escogido algunos vestidos absurdamente recatados, uno especialmente bonito pero en el que no le cabía el pecho, y por fin, uno brillante, lleno de lentejuelas, con escote de infarto, ese, ese sería.
El vestido le quedaba como un guante y con media copa de vino empezó a animarse, pudo olvidar el reloj y dejar que la peinaran como parte del juego. Sólo esperaba que Arthur no se enfadara si la cosa se alargaba demasiado, pero incluso esa preocupación fue disipándose trago a trago. No, mejor se pintaría ella sola, los demás nunca sabían dar ese toque… la sesión sería un desastre si lo hacía otro, tendría que descartar todas las fotografías y Arthur la acusaría de caprichosa.
Una vez preparada, tocaba escuchar, a Richard le encantaba explicarse más de lo necesario. A veces le hacía sentir como si creyese que era una novata, casi conseguía enfadarla con esas explicaciones interminables sobre el “personaje que representaba” esa tarde. En realidad era el de siempre, aunque los intentasen vestir de distinta manera, todos sus personajes eran gemelas, tontitas, guapas, listas para ser admiradas y deseadas. Lo de admiradas era lo que le decían a la cara, pero sabía perfectamente que no era verdad, esa clase de admiración que la gente proclamaba a su alrededor era de una falsedad repugnante.
Tras cinco minutos de atender como una niña buena en clase de matemáticas, comenzó el espectáculo. Dejó las pretensiones de Richard por debajo de la ejecución, el vestido era genial y con los complementos podía inventar nuevas poses hasta el infinito, sonreír, disfrutar de la experiencia para los demás.
Habían traído unas pieles de tigre, preciosas, y un peluche encantador. Se puso a la altura de esos restos de pelo animal con su mejor sonrisa, se convenció a si misma de la naturalidad del asunto con un nuevo trago. La cosa iba genial, las pieles volaban a su alrededor, se sentía flotar en un cielo amable y suave, tan reconfortante como el tacto de la Chinchilla.
Ahora era una presa del peluche de tigre, ahora su confidente, sonriendo a la cámara mientras apoyaba su brazo sobre la pata del inocente animal. Fin de los peluches: tocaba tumbarse sobre un sillón, dejar que los focos calentasen su frágil piel para que el vestido la hiciese brillar tanto como se merecía, de lado, para que su pecho se desbordase. Echando la cabeza hacia atrás y abriendo sutilmente los labios, daba la impresión de estar siendo poseída por un macho, era una de sus poses más conseguidas. Con aquel vestido el efecto era perfecto, los senos se rozaban uno contra otro, el de arriba casi se salía del vestido, que diablos, se salía, todo lo que puede salirse sin llegar a enseñar el pezón.
El calor de la luz le daba más sed, necesitaba más vino frío, una toalla y un descanso. Aún no era posible, faltaban un par de poses más sobre el sillón y luego algunos tiros con ella de pie; menuda novedad, hasta ahora se había pasado toda la sesión tumbada. Las últimas fotografías sobre el sillón no fueron agradables, mientras Richard las tomaba sintió que la forzaba, y se preguntó si no era en parte culpa suya por la maldita pose de cabeza hacia atrás.
Cuando al fin le pidió que se sentase, recuperó la sonrisa genuinamente alegre. Muy bien, volvía a dominar la situación. Alguien dijo que eran las siete, habían pasado tres horas desde que empezaron. Le sorprendió porque, a pesar del agotamiento, se veía con fuerzas para darlo todo de pie, una vez más, ahora sin complementos, sólo ella y su imaginación para conquistar sola a la cámara en 40 tomas más.
Richard sugirió que tal vez podría bailar, igual que en sus películas, bailar con esa preciosa sonrisa pintada. El descanso llegó al fin. No se aguantaba de pie, se sentó en un rincón con agua y vino para recuperar el tono. Al sentarse sola, la sonrisa se borró de golpe, durante algunos minutos pudo relajar el gesto, pero seguía contenida, reprimiéndose todo lo posible para no romper a llorar. O no, tal vez si hubiera estado sola, habría sido similar.
Richard Avedon se acercó con la cámara, se hizo notar como pidiendo permiso, pero Norma ni si quiera le miró. Permitió que la fotografiase como a las bestias del zoo.

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