lunes, 28 de septiembre de 2009

y se fue...

Nada más entrar le azota un olor a pánico extinguido, a batalla perdida con víctimas que nadie se ha molestado en recuperar del campo, que llevan casi una semana pudriéndose ante la indiferencia de todos. El sentido del olfato le lleva primero hasta el salón donde le recibe una nube de moscas apostada sobre la mole del cadáver de la tortuga. Empieza a gritar el nombre de Audrey mientras se cubre la nariz y la boca con un pañuelo impoluto. Camina de salón en salón conteniendo el impulso de correr gracias al miedo, vuelve al pasillo, pasa por delante del baño sin mirar dentro, pero en el dormitorio no hay nadie y vuelve atrás. Por fin empuja la puerta del baño con un pie y la encuentra rígida y gris sobre el mármol. La sangre del pie está completamente seca, pero una mosca se afana en lamerla. Otra camina por su pelo como quien recorre orgulloso un terreno que acaba de adquirir para plantar hortalizas. Alfredo intenta espantarlas, la del pelo se va, pero la del pie se queda para seguir emborrachándose con la sangre caducada.

domingo, 27 de septiembre de 2009

a Audrey le quedan dos telediarios...

La gotera del baño ha cavado un orificio en el que se ahoga el sonido de los suicidios de las gotas. El polvo va asentándose sobre los cuerpos fríos de los últimos habitantes.

martes, 22 de septiembre de 2009

cucaracha cosmopolita

Hoy también corría una brisa muy fría al salir de casa. Hace días que el tiempo cambió, pero aún no me he decidido a sacar el abrigo por la mañana. Siempre odié el verano y sin embargo este año me cuesta despegarme de la ropa liviana y el espíritu relajado de las mañanas cálidas.
Cada día cuesta un minuto más despegarse de las mantas y cinco decidir la ropa que será más apropiada, para el trabajo y para el clima. Estaría bien ser uno de esos niños de uniforme, arrastran mochilas con ruedas y pisotean charcos como si todos fueran el mismo.

Hoy he decidido ser también la misma a los demás, es decir, no ser nadie. He metido el brazo en el armario y he sacado una blusa blanca que me regaló mi ex, una falda por debajo de las rodillas y medias de monja. Al mirarme en el espejo casi no podía reconocerme, parecía una enorme cucaracha acosando a un cuarto lleno de orquideas y colores alegres en las estanterías.
Al salir de casa mi complejo de cucaracha se ha ido disolviendo con mis zancadas cortas camino del tren. Mucho antes de llegar a la estación había conseguido hacerme invisible, como un super héroe espiando a los tiburones de Wall Street, transformado en algo parecido a ellos, pero que nadie ve.
Un par de mujeres con tacones han estado a punto de taladrarme el dedo gordo del pie, las he esquivado sin que me sintieran, después un hombre ha chocado contra mi y su carísimo café triple se ha derramado manchándole un poco el pantalón. No me ha dicho nada, parecía creer que había tropezado consigo mismo, incluso se ha dicho "mira que eres imbécil Sebastian". Dos metros más adelante he tenido que girar 45º para coger la calle ancha que me lleva al tren express y un viento helado me ha sorprendido mientras repetía en mi cabeza "Sebastian, Sebastian, Sebastian".
Entonces he pensado en el invierno en el bosque, en los lobos andando sobre la nieve, en ese libro que habla sobre el último invierno de un lobo y me he preguntado si una cucaracha puede convertirse en lobo, aunque sea uno viejo. Si el esqueleto externo puede meterse para dentro y sacar una piel suave y peluda para sustituirlo, un aspecto más majestuoso, más poético y ajeno a los Sebastianes de mi ciudad.
No me entiendan mal, adoro el nombre de "Sebastian", pero pienso que para sobrevivir al frío y al riesgo diario de aplastamiento en el camino al trabajo, deben de ayudar más una piel tupida y una fila de dientes afilados.
Aunque sólo sea para darle a uno más confianza en si mismo y para no tener que dedicar tantos minutos cada mañana a despegar mantas y elegir vestido